COLUMNA DE OPINION

Fortín Malvinas

Por VGM Enrique Oscar Aguilar

  • HALCON DEL CIELO
    Ese 21 de mayo de 1982, después de conocer la Orden de Ataque, el
    bahiense Alberto Philippe entendió que había hecho lo correcto. Por más que
    su vida corriera peligro.
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    Estaba cómodo en la Base Aeronaval Río Grande de la Armada, cerca de
    Graciela y sus cuatro hijos. Pero el país se preparaba para sangrar la guerra
    por nuestras Malvinas y él, Capitán de Corbeta experto en los aviones A4Q
    Skyhawk (Halcón del Cielo), sabía que uno de cada tres ¨Pilotos era novato.
    Por eso había vuelto. Y ahora, a los 43 años, debía dar un paso al frente de
    Combate.
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    Los ingleses acababan de desembarcar en San Carlos con la protección de
    la fragata HMS Ardent, que en el amanecer, mientras bombardeaba
    Posiciones argentinas en Darwin y Pradera del Ganso, soportó 16
    incursiones de Mirages y Daggers de la Fuerza Aérea.
    El Comando de Aviación Naval definió la acción, seis aviones atacarían la
    zona, sin escolta y sin superioridad aérea.
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    Philippe, que en el aire era «Mingo», lideró una Sección de tres, integrada
    además por el teniente de Navío José César Arca «Cacha» y el Teniente de
    Fragata Marcelo Márquez «Loro». Despegaron de Río Grande a las 15:15.
    Cada uno llevaba cuatro bombas de 500 libras tipo Snake Eye, de efecto
    retardado para poder alejarse de las explosiones.
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    Antes de llegar a Malvinas descendieron y tomaron a la derecha por la costa
    del Cabo Belgrano, que era un dedo indicando el camino. Llovía y las nubes
    permanecían muy bajas. Todo estaba oscuro. Llegaron a la entrada Sur del
    Estrecho San Carlos, que separa las islas Gran Malvina y Soledad y en
    Puerto Rey vieron al averiado Buque de Transporte Río Carcarañá. Volaban
    a 800 kilómetros por hora y casi a nivel de las olas, el agua golpeaba los
    parabrisas.
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    De repente, entre las rocas Alberto divisó los mástiles de una fragata que
    rumbeaba al centro del canal. Era la HMS Ardent, que huía luego de haberlos
    detectado, y sin que ellos se hubieran enterado, ningún A4Q disponía del
    sistema para avisar cuando el radar enemigo los localizaba.
    Alberto Philippe señaló el blanco y ordenó el ataque. Al asomarse recibieron
    una pared de fuego que Arca, el segundo de la Formación, sólo había visto
    en las películas.
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    Cuando Alberto soltó las bombas, Arca deseó que errara. Iba entre siete y
    diez segundos detrás, y necesitaba 19 para evitar las esquirlas. Sin embargo,
    mientras maniobraba para escapar, Alberto escuchó:
    ¡Muy bien, señor!
    Era Arca reportando lo que no quería, el último explosivo del jefe había
    hecho impacto directo en popa.
    Alberto Philippe miró sobre el hombro izquierdo y vio a la fragata británica
    humeando su destino, Ardent significa ardiente. Y ardía. Arca liberó sus
    bombas y atravesó la columna de fuego.
    – ¡Otra en la cubierta!– avisó Márquez.
    Los tres volvían por donde habían llegado cuando una palabra repetida sonó
    en la radio y los paralizó:
    – ¡Harrier, Harrier!
    Fue lo último que dijo el teniente Márquez antes de que lo alcanzara una
    ráfaga de cañones de 30 milímetros. Ni Mingo ni Cacha vieron cómo se
    desplumaba el Loro.
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    Philippe y Arca intentaron refugiarse en las nubes, pero tenían la patrulla de
    dos Sea Harrier muy encima. Pese a las averías, Arca logró fugar. En
    cambio, Alberto sintió una explosión en la cola. La nariz del avión se elevó,
    descontrolada. Con los dos brazos intentó maniobrar. No pudo. El motor no
    respondía. Miró a la derecha y a 150 metros venía un Harrier a rematarlo.
    -Estoy bien, me eyecto- Comunicó. Accionó el mecanismo y se produjo un
    ruido descomunal. Alberto sintió un dolor tremendo en la nuca. «Caigo como
    una roca», pensó antes de desmayarse.
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    Podría haber muerto, el manual del Piloto recomienda eyectarse a 240
    kilómetros por hora y nunca a más de 650. Alberto lo hizo a 900 km/h.
    Y por eso al recuperar el sentido agradeció a Dios. Colgaba en el aire, sin
    casco ni máscara, y abajo lo esperaban las aguas gélidas. Pero durante el
    combate el oxígeno puro le había emborrachado la sangre y con tanta
    adrenalina ni cuenta se dio del frío.
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    Mientras descendía advirtió que el viento del Oeste arrastraba el paracaídas
    hacia la costa de la Isla Soledad y empezó a hacer fuerza sobre las cuerdas
    para colaborar con la suerte. Intentó inflar el bote, la válvula quizá congelada,
    se abrió y no respondió. Entonces para flotar pasó a depender de su chaleco
    de supervivencia.
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    La caída fue muchísimo más violenta de lo que esperaba. Se hundió unos
    tres metros. Lo levantó el paracaídas y de nuevo en la superficie se dejó ir.
    La corriente lo acercaba, pero a unos 100 metros de tierra firme se enganchó
    en las algas. Las cortó con un cuchillo, soltó el paracaídas y empezó a nadar.
    Se le enredó el arnés. Y después el paquete de supervivencia. Llegó a la
    playa tan exhausto que no podía caminar.
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    Tiró la emergencia radial y trató de descansar un poco. Miró la hora, todavía
    no eran las cuatro de la tarde, pero faltaba poco para que se fuera el sol.
    Empezó a cavar una cueva de zorro con el cuchillo, un Puma alemán modelo
    White Hunter que le había regalado a su hijo menor, pero Manfred a sus dos años y medio no lo iba a necesitar y Philippe se lo llevó.
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    Cuando terminó lo cubría la impenetrable noche malvinense.
    Mientras dormía los ingleses abandonaron la HMS Ardent. Cada uno de ellos
    vio cómo las llamas la devoraban. Y antes de arribar a la costa todos la
    vieron irse a pique.

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