Interés General

Y me hizo llorar

por Juan Carlos Villalba

¡Rompe no paga! ¡Hoyo antes que quema! Todos los gritos y discusiones que el juego de bolitas provoca habían acaparado la atención de la directora, maestras y alumnos de la escuela Nº 20. Aquel griterío era algo común en cada recreo, pero aquella tarde tenía una particularidad. Uno de los “chicos”, que jugaba y discutía más que ninguno, era el Tío Verri, que tenía 87 años de edad.

Todo comenzó unos 5 ó 6 años antes, cuando el tío tuvo los primeros síntomas de arterosclerosis o demencia senil. Vivíamos muy cerca de la escuela y cada vez que sonaba la campana se ponía inquieto y quería ir a clase. Al principio aquellas reacciones nos causaban gracia, pero con los días el tema se tornó preocupante.

– Y… son cosas de la edad, decían los médicos.

La tía, sin saber cómo manejar la situación, con tal de verlo feliz le compró un guardapolvo y una cartera escolar. Fue peor.

Se puso tan ansioso que había que tener la puerta con llave para que no escapara. Pero un día…

Cuando fuimos a buscarlo ya estaba sentado en el aula junto a todos los chicos, que ante lo insólito de la situación no podían contener la risa. Y el tío, feliz como hacía muchos años no se lo veía. Al querer llevarlo rompió a llorar de una manera tan conmovedora que la maestra nos pidió que lo dejáramos.

Para el segundo recreo todos los vecinos estaban agolpados en la puerta de la escuela, tratando de ver al tío, que corría y jugaba como un chico.

Flaquito, menudo e inquieto, con guardapolvo blanco y medias tres cuartos (nunca supimos cómo las consiguió) solo se distinguía de los pibes por el pelo blanco. Las risas y agitación del juego del huevo podrido lo tenían como protagonista.

– ¡Dale Verri dale!, gritaba el “Polaco” Perkovski agitando su botella, mientras todos los vecinos reían a carcajadas, sin comprender que estaban presenciando un drama.

Como en un sainete de Vaccarezza, la tía se persignaba y repetía: “¡Qué vergüenza… qué vergüenza!”

Cuando sonó la campana de salida y la maestra lo invitó a arriar la bandera, creí que se quebraría por la emoción. Pero el tío, que amaba profundamente a la Argentina, enseguida se recompuso, sacó pecho y comenzó “Oración a la Bandera, de Joaquín V. González. Bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza…”, y la dijo toda de memoria.

Al despedirse la maestra lo besó, mientras salía, a instancias de la directora, los chicos haciendo doble fila, lo aplaudieron.

Aquel aplauso se prolongó al llegar a la calle, pues todos los vecinos que estaban mirando se sumaron al homenaje, en una de las demostraciones de afecto más grande que un hombre pueda recibir en vida.

Al caminar por la vereda iba aferrado de mi brazo, tembloroso y feliz. En un extraño contrapunto se mezclaban risas, aplausos, lágrimas y emoción (parecía una película de Sandrini, en las que no sabés si reír o llorar).

Mientras golpeaba el bolsillo lleno de bolitas, me dijo:

La vita é bella…. bellísima
Oggi sono felice come un bambino

De pronto se detuvo y, como si oyera una música lejana, murmuró:

Aspetta un pó… ascolta che bella melodía (me apretó fuerte el brazo)
E la mía Mamma… E la mía Mamma

Y comenzó a entonar una vieja canción:
Quel Mazzolin di fiori
Che vien dalla montagna
Quel mazzolin di fiori
Che vien dalla montagna
E guarda ben che non si bagna
Ché lo voglio regalar…
Ché lo voglio regalar…


La vita é bella… la vita é bella… Caro mío…
Peró… molto fugace 
(me dijo con la voz quebraba…)

Y me hizo llorar.

 

 

Realizador cinematográfico, guionista y escritor

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