Interés General

Fortín Malvinas

Por VGM Enrique Oscar Aguilar 

EL ESTREMECEDOR RELATO DE DOS HÉROES ARGENTINOS QUE RESISTIERON EL DESEMBARCO DE SAN CARLOS 

Última parte

Sin ninguna baja y con la algarabía de haber debilitado la capacidad del enemigo, emprendieron un repliegue sigiloso. El jefe de la compañía decidió marchar hacia Puerto Argentino. “No me olvido más: rumbo grado 81”, dijo. A los tres días, encontraron la Estancia Douglas Paddock, donde decidieron recluirse y encender la radio para comunicarse con el comandante de la brigada. El 25 de mayo de 1982, en medio de la ofensiva británica, los 42 hombres formaron para celebrar el aniversario de la Revolución de Mayo ante la mirada de los kelpers. Al día siguiente, siete helicópteros los recogieron para regresar a la base.

La altura 234 y la marcha de 21 días

Lo que al Equipo de Combate Güemes le demandó tres días de marcha y un vuelo en helicóptero, a la sección “Gato” le costó 21 días, deformaciones, amputaciones en miembros inferiores y la rendición. Tras su arribo al área de San Carlos, el teniente primero Daniel Esteban dispuso un elemento adelantado para alertar y emboscar un potencial desembarco inglés. El martes 18 de mayo, el subteniente Roberto Oscar Reyes debía relevar al subteniente José Alberto Vásquez en la denominada altura 234 o Fanning Head, según la cartografía británica. La sección “Gato” se componía de cuatro suboficiales y 15 soldados: el grupo de 21 infantes marcharon 14 kilómetros hacia la punta del estrecho con la misión de “dar alerta temprana a la Fuerza y, reforzados con armas pesadas, emboscar a las tropas inglesas que pudieran ingresar por el canal”.

“La noche previa se presentaba como las anteriores, es decir helada y con poca visibilidad, no se veía a dos metros”, relató Reyes, quien por entonces tenía 25 años y cuatro de entrenamiento militar. Media hora antes de que el jueves se hiciera viernes, un soldado alistado en un puesto de seguridad le informó que escuchaba ruidos en el canal: eran conversaciones en inglés y señales acústicas que provenían desde la punta del estrecho. El subteniente ratificó la sospecha: embarcaciones navegaban en silencio y con luces apagadas en dirección a San Carlos.

El cuerpo de soldados disponía de dos morteros 81 mm y dos cañones sin retroceso 105 mm para operar la emboscada. Reyes impartió órdenes de apresto para el combate y alertó una inminente apertura del fuego. Pero lo primero que intentó fue entablar comunicación con el teniente primero Daniel Esteban, en el puesto de comando de San Carlos. Las baterías de la radio, luego de tres días a la intemperie del frío, tenían poca carga: la llamada llegaba, los escuchaban, pero no podían ser recibidos. “Aquí Gato, aquí Gato”, decían sin suerte. El intento de comunicación y el posterior estallido de las bombas podía ser ya suficiente aviso.

Minutos después de las dos de la mañana del viernes 21 de mayo de 1982, el bautismo de fuego. Los buques estaban al alcance de los morteros, pero la visión era casi nula. “Se apreciaban algunas luces indebidas en cubierta y la nitidez de algunas conversaciones que por el agua se propagaban, la flota continuaba sigilosa y al parecer no nos habían detectado”, describió Reyes. Ordenó abrir fuego con los morteros empleando proyectiles de iluminación para determinar la ubicación exacta y mejorar la eficiencia de los cañones. Pero la estrategia no funcionó y el efecto sorpresa se desperdició: los proyectiles no iluminaron la trayectoria y quedaba expuesta su posición por la deflagración del disparo.

“Desde que comenzó el fuego hasta las tres de la mañana aproximadamente ordené varios cambios de posición hasta agotar la munición de morteros. A partir de allí la reacción enemiga fue más intensa”, reprodujo el subteniente en un escrito personal. El fuego enemigo empezaba a acertar la ubicación de los soldados argentinos. Era hora de la retirada: “Ordené iniciar los preparativos para el repliegue. Estaba convencido que habíamos cumplido con la misión de alertar a nuestras fuerzas y emboscar a los ingleses”.

En perfecto español, desde una patrulla terrestre inglesa un vocero los intimidaba a entregarse. “Nos decían que eran parte de un batallón que había desembarcado y que no nos harían daño si nos rendíamos, que nos encontrábamos rodeados y que no podríamos salir del lugar, que debíamos entregar las armas. Esta acción psicológica de los ingleses generó en todos nosotros lo contrario, es decir, el deseo de desprendernos, replegarnos y poder reunirnos con nuestras fuerzas en San Carlos”, relató Reyes. Fueron más de tres horas de ataque discontinuo y variado pero sostenido.

De los 21 combatientes, quedaron solo 11. Los heridos y desaparecidos en el fragor del repliegue y la contraofensiva habían sido capturados como prisioneros de guerra: ninguno había muerto. Los ingleses los seguían buscando y estaban tan cerca que les resultaba increíble que no los vieran. Les quedaban una munición de 40 tiros por hombre. Su escondite fue platea preferencial para observar el despliegue aéreo de los aviones argentinos contra la flota británica de 17 buques.

A la primera noche emprendieron marcha rumbo sudeste hacia Puerto Argentino: emplearon el método línea de costa. Caminaban de noche cerca de 3 kilómetros diarios. “No contábamos con más abrigo que la ropa puesta. La bruma húmeda y espesa estaba siempre presente, por momentos se confundía con una llovizna fina y helada”, narró el subteniente. El miedo y el principio de subsistencia escondían el hambre y la angustia. Para huir de una fracción de 15 soldados ingleses, debieron cruzar un brazo de mar con soldados que no sabían nadar. Perdieron fusiles y el cabo Hugo Godoy casi se ahoga, pero lo peor fue saldo posterior: la ropa mojada y la garantía de un frío permanente.

El pie de trinchera y la gangrena avanzaban rápidamente en tres soldados. Godoy, Moyano y Cepeda necesitaban asistencia médica con urgencia. Quedaron a cargo de Clot, el soldado que mejor estado físico tenía, con comida para dos días, un maletín de primeros auxilios y la orden de demorar un día la búsqueda del enemigo para darle tiempo a los siete combatientes restantes de seguir con su proeza.

Tras una marcha de 5 noches, llegaron a un caserío identificado como New House, aparentemente deshabitado. “Conformábamos un grupo realmente lastimoso. Las ropas hechas jirones, enfermos, el rostro deformado por los sufrimientos. Ninguno tenía más de 25 años, pero aparentábamos ser un grupo de ancianos vagabundos”, contó Reyes. En el día 21 de la epopeya para recalar en las propias líneas, los despertó una sección completa que había trazado un cerco sobre el caserío: un Kelpers oculto en la finca los había delatado.

“Desde una posición en el galpón, tenía apuntado a un soldado inglés y les pedí a mis hombres que hicieran lo mismo con otros, pero que no dispararan hasta que yo lo indicara”, describió. Reyes se denomina un “profesional de la guerra”: “Estaba preparado para lo peor y si hubiese ordenado abrir el fuego, esos soldados que estaban en las últimas lo habrían hecho. Pero me di vuelta y los vi, habíamos perdido la aptitud para combatir, estábamos sin capacidad para resistir el menor ataque y salir de la instalación. Consideré que este era el final de nuestra guerra, había llegado el momento de entregarme, caminé hacia afuera y dejé el arma”.

La sección “Gato” nunca pudo regresar a Puerto Argentino ni reencontrarse con el Equipo de Combate Güemes. Era el 11 de junio de 1982: 3 días después terminaría la Guerra de Malvinas. El desembarco en San Carlos es motivo de orgullo para el teniente primero Carlos Daniel Esteban y para el subteniente Roberto Oscar Reyes. Poco importa que la maniobra haya sido exitosa para las tropas británicas. Síntomas de una guerra inverosímil.

Por

Milton Del Moral

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