– ¡Muy bien, señor!
Era Arca reportando lo que no quería, el último explosivo del jefe había
hecho impacto directo en popa.
Alberto Philippe miró sobre el hombro izquierdo y vio a la fragata británica
humeando su destino, Ardent significa ardiente. Y ardía. Arca liberó sus
bombas y atravesó la columna de fuego.
– ¡Otra en la cubierta!– avisó Márquez.
Los tres volvían por donde habían llegado cuando una palabra repetida sonó
en la radio y los paralizó:
– ¡Harrier, Harrier!
Fue lo último que dijo el teniente Márquez antes de que lo alcanzara una
ráfaga de cañones de 30 milímetros. Ni Mingo ni Cacha vieron cómo se
desplumaba el Loro.
Philippe y Arca intentaron refugiarse en las nubes, pero tenían la patrulla de
dos Sea Harrier muy encima. Pese a las averías, Arca logró fugar. En
cambio, Alberto sintió una explosión en la cola. La nariz del avión se elevó,
descontrolada. Con los dos brazos intentó maniobrar. No pudo. El motor no
respondía. Miró a la derecha y a 150 metros venía un Harrier a rematarlo.
-Estoy bien, me eyecto- Comunicó. Accionó el mecanismo y se produjo un
ruido descomunal. Alberto sintió un dolor tremendo en la nuca. «Caigo como
una roca», pensó antes de desmayarse.
Podría haber muerto, el manual del Piloto recomienda eyectarse a 240
kilómetros por hora y nunca a más de 650. Alberto lo hizo a 900 km/h.
Y por eso al recuperar el sentido agradeció a Dios. Colgaba en el aire, sin
casco ni máscara, y abajo lo esperaban las aguas gélidas. Pero durante el
combate el oxígeno puro le había emborrachado la sangre y con tanta
adrenalina ni cuenta se dio del frío.
Mientras descendía advirtió que el viento del Oeste arrastraba el paracaídas
hacia la costa de la Isla Soledad y empezó a hacer fuerza sobre las cuerdas
para colaborar con la suerte. Intentó inflar el bote, la válvula quizá congelada,
se abrió y no respondió. Entonces para flotar pasó a depender de su chaleco
de supervivencia.
La caída fue muchísimo más violenta de lo que esperaba. Se hundió unos
tres metros. Lo levantó el paracaídas y de nuevo en la superficie se dejó ir.
La corriente lo acercaba, pero a unos 100 metros de tierra firme se enganchó
en las algas. Las cortó con un cuchillo, soltó el paracaídas y empezó a nadar.
Se le enredó el arnés. Y después el paquete de supervivencia. Llegó a la
playa tan exhausto que no podía caminar.
Tiró la emergencia radial y trató de descansar un poco. Miró la hora, todavía
no eran las cuatro de la tarde, pero faltaba poco para que se fuera el sol.
Empezó a cavar una cueva de zorro con el cuchillo, un Puma alemán modelo
White Hunter que le había regalado a su hijo menor, pero Manfred a sus dos años y medio no lo iba a necesitar y Philippe se lo llevó.