
MALVINAS: RECORDANDO AL SUBTENIENTE SILVA
Primera Parte
El 15 de junio de 1982, el Capitán de Fragata Carlos Robacio, jefe del Batallón de Infantería de Marina (BIM) Nº 5 y el Comandante inglés recorrían el campo de batalla. Los muertos ingleses ya habían sido retirados y era el turno de los caídos argentinos. De pronto el jefe británico, sorprendido, lo llama al oficial argentino y le señala un cuerpo.
Tenía los ojos abiertos, el rostro sereno, una herida cerca del hombro y otra cerca de la cintura y la mano aferrada furiosamente al fusil. El infante de marina argentino tomó el arma por su culata y tironeó. Pero la mano no lo soltó.
Parecían una sola pieza. Espontáneamente, ambos combatientes se pararon frente al cadáver e hicieron el saludo militar. Rígidos y emocionados, en medio del silencio del campo de batalla. El argentino decidió que lo enterrarían con el arma que se negaba a devolver. Luego Robacio buscó la chapa de identificación que debía colgarle del cuello.
La encontró. La tomó con firmeza y se la arrancó; era el Subteniente Oscar Augusto Silva.
Desde su San Juan natal había partido Oscar con una definida vocación militar. Ya la había puesto a prueba cursando en el Liceo Militar General Espejo. Luego su camino se dirigió a la Escuela Naval. Pero no era ése su destino. No estaba a gusto. Comenzó a cursar la carrera de ingeniería. Tampoco lo satisfizo. Y decidió ingresar al Colegio Militar de la Nación. Rindió para segundo año por su pasado liceísta y entró. Era uno de los más grandes de su promoción (la 112) pero también uno de los más queridos. Porque si algo se destacaba de Silva era su intrínseca bondad. Siempre estaba dispuesto a ayudar a sus compañeros y eso le valía ser uno de los mejores camaradas. Su familia lo llamaba “gordito”, sus camaradas “el sapo”, pero para todos era un bonachón al que le costaba poner “cara de guerra”. De esos de los que se esperan constantemente buenas acciones.
El Colegio Militar lo formó técnicamente. Aprendió a combatir, a conducir hombres y veló las armas. Pero sus inquietudes fueron más allá, porque intuyendo que todo aquello era incompleto, buscó ayuda en el Centro de Estudios Nuestra Señora de la Merced. Allí, un profesor de historia, “maestro de combatientes”, le enseñó que era posible perder una batalla, pero con honor (1). Y le regaló unos versos de su autoría que decían, en una parte:
“Que no me ofrezcan lo que nunca tuve
por compensar lo que nos han quitado,
el honor de decir:
donde yo estuve flamea un estandarte soberano”.
Renglones que marcaron a fuego al joven cadete.
En noviembre de 1981 egresó del Colegio Militar como Subteniente del arma de Infantería. Pero, en medio de la alegría, tuvo que sufrir un enorme dolor. Cuando su familia se dirigía a Buenos Aires para compartir con él ese momento, un accidente automovilístico acabó con la vida de su madre y dejó internado a su padre y a una hermana.
Sus jefes le ordenaron que se dirigiera a su casa a hacerse cargo de la tragedia. Así lo hizo. Marchó a San Juan en compañía de su hermana Ana Clara, que vivía con él en Buenos Aires, y su novia. Allí fue una vez más lo que había sido siempre para sus hermanas: el puntal sobre el cual se asentaba la estructura del ánimo familiar. Con sus modales suaves pero firmes, sus palabras de aliento, su presencia tranquilizadora, navegó en medio de la tormenta familiar. Y fue un gran piloto.
Días después, en una ceremonia privada, el General Leopoldo Galtieri le entregó el sable. Ninguno de los dos sabía lo que le iba a pasar al joven oficial poco tiempo después. Porque tres meses más tarde se lanzaba el Operativo Rosario, se recuperaban las Islas Malvinas para la Patria y la Argentina se conmovía como nunca antes en sus últimos ciento cincuenta años de vida.
Mientras los argentinos se congregaban en Plaza de Mayo para apoyar a la empresa, el Ejército entero se movilizaba. Por eso Silva, destinado en el Regimiento de Infantería 4 de Monte Caseros, se comenzó a preparar para ir al sur primero, y luego para cruzar a las Islas.
Llegaron a Comodoro Rivadavia, luego a Río Gallegos, más tarde a las Malvinas. La primera noche en Puerto Argentino, la siguiente al norte del aeropuerto, en la península de Freycinet, para dar la temprana alarma de algún posible ataque por mar. En medio de todo el traqueteo, Silva se mantenía preocupado por sus soldados. Hacía todo lo que podía por mantenerlos bien física y espiritualmente.
Rezaba, consolaba, apoyaba. Porque todo era una larga espera en la que había lugar para el miedo y la incertidumbre.
Mientras esto ocurría, el avance inglés había tenido éxito. Desembarcados el 21 de mayo en la Bahía de San Carlos, habían avanzado hacia Darwin y allí, pese a los esfuerzos de la Fuerza de Tareas Mercedes, habían vencido a los defensores. En la noche del 28 de mayo se produjo el ataque inglés, en donde falleció el Teniente Estévez. Al día siguiente, los argentinos se rendían y dejaban que los ingleses siguieran su curso hacia Puerto Argentino.
El despliegue invasor se dirigía, entonces, hacia el este de la Isla Soledad, y se enfrentaría con dos cordones defensivos: el primero, en la línea imaginaria que unía de norte a sur, Monte Longdon, Dos Hermanas, Goat Ridge y Harriet. Continúa…




