COLUMNA DE OPINION

Fortín Malvinas

Por VGM Enrique Oscar AGUILAR

 

MALVINAS: RECORDANDO AL SUBTENIENTE SILVA

Última Parte

Más al este, el siguiente, que se articulaba en la misma dirección: Wireless Ridge, Tumbledown, Williams y Sapper Hill, todas pequeñas elevaciones que daban su espalda a Puerto Argentino.

En la primera de las posiciones nombradas estuvo el Subteniente Silva. Llegó el 08 de junio y pasó a cumplir la misión de patrullar Goat Ridge de noche, mientras que de día debía ocupar espacio en la zona oeste del Dos Hermanas, junto a la sección del Subteniente Llambías Pravaz, un oficial un año más moderno que Oscar y que ya había tenido escaramuzas que le daban aire de veterano de guerra.

Nuestro héroe venía de la tranquilidad de la vigilancia en la península de Freycinet y pasó, de la noche a la mañana, a cumplir agotadoras jornadas de patrullaje en las zonas nombradas. Pero nada logró bajar su ánimo. Al contrario, ahora era el puntal también para Llambías quien, al encontrarse con un militar más antiguo, descansó un poco su responsabilidad en él. Y de nuevo “el sapo” desplegó su mejor cualidad: la bonhomía.

Por otro lado, ya esperaban un ataque, porque tenían noticias de la caída de Darwin y entendían que, si el desembarco había sido al oeste de la Isla Soledad, ahora tendrían que venir en dirección a donde se encontraban ellos.

Cuando en la noche del 10 al 11 de junio, el Regimiento 3 de Paracaidistas británico atacó Monte Longdon; el Comando 42 de la Real Infantería de Marina hizo lo mismo contra Monte Harriet y el Comando 45 de la Real Infantería de Marina se dispuso a combatir hacia Dos Hermanas, nadie se sorprendió. Por eso no les fue fácil. En este último par de elevaciones, Silva patrullaba Goat Ridge de noche, Llambías resistió con su sección. Cerca de allí, la actitud del regimiento fue heroica. Muere el Teniente Martella y, uno tras otro, caen heridos, entre los jefes, los Subtenientes Nazer, Mosquera y Pérez Grandi. En medio de la confusa noche, con los hombres que puede, Llambías se replegó y se encontró casualmente con Silva.

Juntos y con los últimos hombres de ambas secciones, se replegaron hacia el segundo cordón defensivo de Puerto Argentino.

Los ingleses avanzaron, pero a costa de mucha sangre propia. Por eso, al día siguiente, se vieron obligados a descansar. Así, mientras los argentinos se reacomodaban en la línea ya muy cercana a la capital de las islas, los invasores se sobrepasaban y dejaban en primera línea a las tropas frescas del Regimiento de Paracaidistas 2, en dirección a Wireless Ridge, y los Guardias Escoceses y los Gurkhas, contra Tumbledown y Williams.

Mientras tanto, Silva no perdía la calma, como nunca lo hacía, pero demostraba algo de impaciencia por entrar en combate. No lo había podido hacer en la noche anterior, porque su misión lo alejó del mismo. Pero tenía su alma estremecida por la espera del momento de hacer la guerra. Siempre sin perder la magnanimidad en su trato con sus soldados y subalternos, a quienes seguía consolando y acompañando; animando y conduciendo.

Pudiendo replegarse a la ciudad para evitar el combate, el patriota hizo lo que debía hacer: pedir un puesto de combate en la defensa y quedarse con todos los soldados de su sección que estaban en condiciones de hacerlo.

Lo ubicaron en la fracción del Teniente de Corbeta Vázquez, dentro de las tropas del Batallón de Infantería 5, y desde allí se preparó para el combate final.

Con la oscuridad del 13 de junio comenzó el ataque inglés. Paracaidistas, Guardias escoceses y Gurkhas chocaron contra la última resistencia argentina.

Todo el poderío invasor se desató con su violencia y eficacia. Los argentinos resistían y mataban, los atacantes morían y volvían a aparecer como si nunca perecieran. Las posiciones fueron rodeadas, desgastadas, debilitadas por el fuego de artillería, lentamente, con mucho esfuerzo.

En el medio de todo ello, Oscar Silva había entendido que era su final. Ordenó, disparó, condujo a sus soldados, los animó permanentemente. Era un torbellino que no podía parar hasta encontrarse en el momento con el que había soñado toda su vida: el del máximo sacrificio por la Patria. Usó un arma, otra y otra. De pronto, se quedó sin munición. Miró alrededor. Vio a un soldado muerto con un fusil pesado a su costado. Saltó a esa posición. Lo tomó y decidió no separarse más de él. Volvió a la suya y siguió disparando. En eso, sintió algo caliente cerca de su cintura y comenzó a formarse un manchón rojo sobre su uniforme de combate. Luego, lo mismo, pero cerca de su hombro.

Tocó su sangre y se aferró aún más a su arma. En su entorno, los soldados fueron muriendo uno a uno. Pareció quedarse solo. Pero no era así, pues Dios estaba con él. Y el FAP, que era su compañía en el último instante. Era su “novia” como le decían en el Colegio Militar. Cayó. Con mucho esfuerzo, se incorporó a medias y ordenó a todos que se retirasen. Él tenía con qué proteger el repliegue. El enemigo siguió avanzando. Juntó fuerzas, disparó el arma que tenía tomada con una sola mano, apoyando a los que se retiraban.

Alcanzó a gritar: ¡Viva la Patria carajo! Y el bramido se escuchó desde Puerto Argentino… hasta el Cielo.

Finalmente, en Monte Tumbledown, la Poesía se convirtió en Historia y el cadáver del Subteniente Oscar Augusto Silva fue el estandarte soberano que flameó para siempre sobre nuestra tierra.

1) Se trataba de Antonio Caponnetto, quien por entonces dictó durante varios años un exitoso Curso de Historia Política Argentina, al que concurrió el entonces cadete, Oscar Augusto Silva.

Por Alberto Mansilla

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