
MUJERES EN LA GUERRA DE MALVINAS…
Primera Parte
Susana, Silvia, María Marta, Norma Ethel, María Cecilia y María Angélica, fueron las seis mujeres argentinas que participaron en zona de guerra durante el conflicto del Atlántico Sur, ayudando a los heridos en combate a bordo del Rompehielos ARA “Almirante Irízar”, que funcionó como buque hospital. Años después, estas heroínas anónimas cuentan lo que vivieron y cómo les cambió la vida ayudar a vivir y a morir a cientos de soldados argentinos.
(NOTA: recordemos que no fueron estas las «únicas» mujeres en participar de la guerra, entendemos que cada esposa, hija, madre, hermana, novia de un Veterano de Guerra, también ha vivido su «propia guerra» y su posguerra. Cada una de estas mujeres, a nuestro criterio, también a debido combatir a su modo y como pudo, para dar el apoyo necesario a un VGM que lo ha necesitado. A ellas también nuestro reconocimiento permanente).
” Susana Maza, Silvia Barrera y María Marta Lemme ya lo habían decidido tiempo antes de postularse: querían ir a las Malvinas. Lo habían comentado durante las operaciones en que participaban, y lo habían discutido cuando terminaban sus turnos de trabajo. Por eso, cuando el 9 de junio de 1982 el director del Hospital Militar Central solicitó “instrumentadoras quirúrgicas” y enfermeras para ayudar en el Hospital Militar Malvinas, en Puerto Argentino, ninguna dudó.
¿Recibieron algún tipo de preparación antes del viaje?
Silvia: Todo sucedió muy rápido. A bordo del Irízar, sí nos dieron pautas básicas, como por ejemplo dónde situarnos y qué hacer en caso de ataque, incendio o abandono del barco. Lo que pasaba era que poco antes que llegáramos, el 2 de mayo, había sido hundido el Crucero ARA “General Belgrano” fuera de la Zona de Exclusión impuesta por Inglaterra para los barcos argentinos, y a nosotros nos podía suceder lo mismo.
Susana: Para muchas de nosotras, aquel era el primer viaje en avión. Ninguna había pisado el Sur y el único barco que conocíamos era el bote de remos. Tuvimos que aprender muchas cosas. Por ejemplo, a ponernos los borceguíes.
¿En ningún momento sintieron miedo?
María Marta: Sí, muchas veces. Cuando iba en el avión empecé a preguntarme: ¿Qué hago acá?” Me acuerdo de que empecé a imaginar cómo sería estar allá, si íbamos a estar todas juntas o si nos iban a separar. Los miedos desaparecieron cuando nos pusimos a trabajar. Pero cada vez que nos ganaba el temor, íbamos a la capillita del barco y rezábamos.
Diez días en el Buque Hospital «Almirante Irízar»:
Era de noche cuando el helicóptero las dejó en el buque hospital. Hacía frío y, si había estrellas, no se veían: los destellos que provocaban los bombardeos en Puerto Argentino eran muy potentes. Y fue entonces cuando llegó la primera decepción: por decisión del comandante del Irízar, Capitán de Fragata Luis Prado, las seis mujeres no bajarían a tierra para reforzar la dotación del Hospital Militar Malvinas, en cambio reforzarían el hospital flotante. Es que para junio de 1982 los combates habían recrudecido en Puerto Argentino, el bombardeo naval Ingles caía en cercanías del hospital y corríamos serios peligros.
¿Cómo se organizó su trabajo?
Silvia: Nos dividimos por áreas. María Marta estaba en el área de Cirugía General, Susana en la de Cardiovascular, Norma y Celia en Traumatología, María Angélica en Oftalmología y yo en Terapia Intensiva.
María Marta: Cuando los heridos llegaban a bordo, en la cubierta de vuelo, la dotación sanitaria del buque los clasificaba según las lesiones y los derivaba a terapia intermedia o intensiva.
Susana: A veces, la tarea se nos hacía difícil. En esa zona del Atlántico Sur, en algunas ocasiones, los vientos llegan a más 100 kilómetros por hora y el buque se movía mucho. A los heridos no los podían traer en esas condiciones de viento y fuerte oleaje en helicóptero y varios de ellos tuvieron que ser trasladados desde Malvinas en barcos pesqueros y remolcadores. Durante las operaciones, con el cirujano nos atábamos a la camilla, que estaba fijada al piso del quirófano. Durante diez días casi no durmieron. Se la pasaban comiendo papa y pan, para evitar los mareos y descomposturas.
Lo más duro fueron las historias que traían los soldados. «Ellos no querían contar demasiado. Creo que se sentían felices de ver otras caras que no fueran hombres y estar en un lugar tranquilo, se sentían como si hubieran vuelto a sus casas. Nos contaban sobre el lugar del que eran oriundos, de sus familias, sus novias…»
Continúa…