COLUMNA DE OPINION

Fortín Malvinas

Por VGM Enrique Oscar AGUILAR

 

 LA HERMANDAD DEL HONOR

Primera Parte

A las siete y media de la mañana, Alejandro Maegli estaba a punto de entregar la guardia y meterse en la cama cuando de pronto el sonarista del submarino le dijo una frase que lo dejó helado:

– Señor, tengo un rumor hidrofónico.

El Teniente de Fragata pegó un respingo queriendo creer que el operador se había equivocado. A veces las ballenas o el krill producen “rumores biológicos” y pueden confundir al más experimentado de los técnicos del sonar. Pero el ruido venía del noreste y sus características se iban confirmando con el correr de los minutos.

Maegli era jefe de comunicaciones y tenía la obligación de levantar al comandante. Lo hizo: Despiértelos a todos, uno por uno, y colóquelos en sus puestos de combate, le ordenó el capitán. A Maegli se le puso la piel de gallina. En ese momento sólo podía sospechar lo que iba a ocurrir.

Pero no podía saber con certeza que comenzaría la primera batalla submarina del Atlántico Sur, que venían hacia ellos helicópteros ingleses al ras del mar, seguidos de cerca por la Royal Navy, y que los esperaban 23 horas de miedo, suspenso, persecución y explosiones. Era el 1º de mayo de 1982 y el submarino San Luis tendría su bautismo de fuego en la guerra de las Malvinas.

Alejandro encontró su vocación en Mar del Plata a los cuatro años durante una visita escolar. Aquel submarino reposaba en silencio, pero traía consigo ecos de aventuras, y Alejandro se metió luego en la Escuela Naval con el único propósito de surcar bajo el agua los mares del mundo.

Hizo una experiencia en un buque barreminas. Para ser oficial barreminas no hay que ser loco, pero te ayuda bastante, dice el refrán. Y después sirvió en un buque de apoyo. Finalmente, ingresó en la Escuela de Submarinos, que es muy exigente, y aprendió de memoria uno por uno los múltiples mecanismos internos de esa nave.

La primera vez que entró al San Luis todo se le venía encima. Parecía realmente un lugar de confinamiento. El submarino es un cilindro que mide 50 metros desde el timón a la proa, 11 metros desde la quilla hasta el tope de la vela, y 5 metros y veinte centímetros de lado a lado: ése es el diámetro de un caño donde deben vivir, trabajar, dormir y recrearse treinta y cinco hombres durante semanas y a veces meses de travesía submarina.

Donde se habla en voz baja, se come poco “porque la navegación te quita el hambre”, y donde luego de la vibrante marcha en superficie y las maniobras de inmersión sobreviene una extraña serenidad espacial.

El submarino había sido comprado a Alemania en los años setenta, había llegado desarmado a la Argentina y había sido montado pieza por pieza en Buenos Aires. Pero últimamente presentaba algunos problemas: no podía desarrollar velocidades de inmersión superiores a los 14 nudos y uno de los cuatro motores diésel, que permiten cargar las baterías a través de un snorkel, no funcionaba.

Así y todo, Maegli no estaba tan preocupado por estas limitaciones como por su mujer, que se encontraba embarazada y a punto de dar a luz. En marzo de 1982, ese padre primerizo, que apenas tenía 27 años, tuvo que zarpar en misión de adiestramiento y subirse por las paredes del submarino esperando la buena nueva.

Estaban haciendo ejercicios con tres corbetas cuando llegó la noticia de que había nacido su hija María Inés. Los festejos a bordo fueron discretos pero afectuosos. A mediados de mes llegó otra orden: debían suspender los simulacros y retornar al puerto de Mar del Plata.

Un amigo de Alejandro se lo encontró en tierra. Partía al día siguiente en el submarino Santa Fe. Flaco —le dijo a Maegli en un susurro—, me voy a Malvinas. Alejandro sospechaba que algo grande se avecinaba, pero no tenía tiempo de meditar demasiado: corrió a ver a su mujer y a conocer a su hija, y los acontecimientos del 2 de abril lo sorprendieron como a casi todos nosotros.

Sintió entonces una íntima contradicción:

*Que irónica que es la vida porque, hacía pocos meses había confraternizado con los oficiales del submarino inglés HSM Endurance, que había hecho escala en Mar del Plata. El Endurance atacaría luego con torpedos y helicópteros al submarino Santa Fe. *

Recibieron la orden de alistarse contra reloj y hacerse a la mar el 11 de abril. Salieron de noche con órdenes secretas. Cuando abrieron el sobre descubrieron, tragando saliva y con los ojos bien abiertos, que debían patrullar el “Área Enriqueta”, frente a Puerto Deseado.

La luna brillaba en la dársena: navegaron hasta la altura de Cabo Corrientes y se sumergieron. Maegli preparó las cartas de navegación y leyó la consigna:

“Autorizado uso de armas en defensa”. No podían atacar a nadie porque las negociaciones diplomáticas no se habían agotado. Pero ese despacho lo obligó a procesar psicológicamente el hecho de que por primera vez no se trataba de un entrenamiento. Se trataba de la guerra.

Pasaron varios días haciendo recorridos y subiendo el snorkel media hora para obtener energía y oxígeno: ésos eran los momentos de mayor vulnerabilidad de la nave. Luego todo fue esperar y madurar la idea del combate. Salvo, claro está, cuando sucedió lo imprevisto: una avería en la computadora de control de tiro.

Llevaban a bordo 10 torpedos alemanes y 14 estadounidenses. Pero sin esa computadora, la única alternativa era lanzarlos de manera manual. Trataron de repararla, pero no tenían a bordo los elementos con qué hacerlo, y el 27 de abril recibieron otro mensaje: “Destacarse y ocupar Área María. Todo contacto es enemigo”.

Eso significaba que debían desplazarse a una zona cercana a la Isla Soledad y que allí no había buques argentinos. Cualquier “rumor hidrofónico” tenía entonces que ser forzosamente una nave inglesa, y la orden era dispararle sin dudar.

El 1º de mayo Maegli juntó a todo su equipo de informaciones de combate. Se sentaron alrededor de una mesa minúscula y él descubrió que le temblaban las piernas y que no podía levantar la cara. Cuando la levantó vio que sus camaradas estaban en idéntica actitud de pánico.

Vadeó como pudo ese pantano y comenzó la reunión de análisis. Luego se colocó los auriculares: el blanco venía hacia ellos y el comandante ordenaba preparar tubos de torpedos y movimientos submarinos para encontrar la mejor posición de tiro.

En un momento el sonarista oyó explosiones y hélices de helicópteros. Se aproximaban tres helicópteros antisubmarinos con los sonares desplegados y largando cargas de profundidad a ciegas. A medida que analizaban los sonidos y señales se daban cuenta de que los Sea King avanzaban abriéndoles camino franco y seguro a varios buques británicos de guerra.

Cuando estaban a 9.000 yardas, Maegli le dijo a su capitán: Señor, datos de blanco ajustados. El comandante gritó:

Continúa…

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