COLUMNA DE OPINION

Fortín Malvinas

Por VGM Enrique Oscar Aguilar

 

HAMBRE Y ESPLENDOR EN MALVINAS

HISTORIA DE UN VETERANO

Parte II

Espié al sargento de reojo sin que lo advirtiera, evitando distraer la vista del frente en aquella noche cerrada. Se lo veía frágil, delgado. Estaba de cuclillas en el fondo del pozo, ahora tenuemente iluminado con la luz de una vela que él mismo había fabricado con sebo de cordero. Como un ritual de cada noche y cada día, preparaba la leche en polvo, colocando las pastillas de alcohol. Lo seguí mirando, me dio ternura. Tomé conciencia por un segundo de que hoy estaba, mañana nadie lo sabía. Así me vería él mientras yo dormía. Comprendí que a pesar del poderoso fusil acunado entre mis manos, frío y temerario, yo también era un ser frágil a la deriva en el mar de las suertes.

— ¡Dany! Acá tenés ––dijo el Toto.

El sargento tenía voluntad de mejorar lo poco que teníamos, le quemaba azúcar en el jarro antes de verter la leche en polvo y el agua. De esa manera se tornaba más soportable ingerir los escasos alimentos que venían en la bolsa de raciones de combate tipo “C”. El corned beaf directamente era una abominación, aunque hacía días se había acabado. El hambre apretaba más de lo normal con el frío austral y hasta el corned beaf enlatado pasó a ser un manjar que extrañábamos.

—Gracias, está buenísima. ¿Un poquito de ginebra no había para ponerle? —le dije.

—No, se acabó anoche. ¡Qué mierda! Tengo un hambre bárbara.

––Por lo menos los cigarrillos no se acabaron ––dijo el Toto.

Tendríamos que seguir fumando para aguantar, al menos hasta que pudiera llegar un avión con provisiones.

—Yo ya estoy en los tres atados por día. ¿Y vos? ––le dije.

—Sí, yo por ahí ando. Total, de algo hay que morirse, si no es una bomba será por el cáncer de pulmón. ¡Y bueno, en fin! Será hasta mañana, al menos eso espero. Chau, Daniel, que tengas una guardia tranquila para bien de los dos.

—Que descanses, Toto.

Como siempre, nuestros diálogos estaban plagados de frases que nadaban en incertidumbre, siempre condicionadas a eventos venideros que imaginábamos pero no podíamos manejar. La guerra, entre otras cosas, trae eso consigo: dudas y más dudas de existencia, frases del tipo “Si me despierto mañana, te prometo, haré tal cosa”, “Tengo que arreglar un poco la trinchera, ¿pero para qué? Quizá ni haga falta”. “Si vuelvo a casa, me doy un baño de espuma y después me emborracho”. Era extenuante, desesperanzador, remitir todos nuestros deseos de planificar al evento siguiente, a un suceso al que nosotros no teníamos posibilidad de manejar porque no teníamos ni voz ni voto: sólo Dios y el destino podían determinarlo.

Me quedé mirando el paisaje oscuro. En la negrura de la noche apenas divisaba la silueta lejana del monte Dos Hermanas. Esforzaba mis sentidos hasta lo máximo y aún más; de eso dependía parte de nuestra suerte de ver otra mañana siguiente. He llegado a percibir ruidos a casi quinientos metros de distancia y ver en la noche como si fuera de día. Qué maravilla el cuerpo humano; cuando se lo exige siempre da más. El instinto de supervivencia activa esta maquinaria casi perfecta. Qué pena morir; tantos millones de años de evolución para llegar a un resultado maravilloso y al rato ser tan solo un sinnúmero de átomos dispersos, sin la magia de esa unidad que alguna vez formó el sueño de sentirse real…

El Toto roncaba; dichoso él que podía. Serían menos horas de padecimiento consciente; al menos ése era un recreo para escapar de la locura de la espera continua.

En aquella soledad me detuve a meditar. Y pensé:

Ahora estás en la oscuridad, en un pozo frío, húmedo, deplorable.

Sientes la soledad como una palabra que lo significa casi todo, aunque descubrirás que no es así; pronto vendrá una sensación más devastadora y se llamará terror.

Primero silencio, después una estampida lejana y sorda; cinco, para ser preciso. Otra vez silencio. La oscuridad y el frío sucumben en tu mente expulsadas por otra sensación que intuyes cercana y turbadora.

Un silbido penetrante en el aire que acrecienta su intensidad en tu oído, desgarrado por el espanto a lo desconocido.

Silbido, golpe, resplandor, estallido, estruendo, vibraciones, y un centenar de diminutas zapas clavándose en todas las dimensiones que perciben tus exaltados sentidos.

Estas allí, inmóvil, aterrado. Cinco golpes a intervalos regulares, que se van acercando. Se aproxima con pasos de gigante, clavándose en la tierra, provocando un ruido semejante al de una pala enorme que se desliza tajante en la tierra fangosa y sin resistencia, igual que tu mente.

Tus ojos cerrados no pueden evitar ver el resplandor a través de los párpados apretados, y tus oídos zumban ante el estallido como si hubiesen captado una frecuencia desproporcionada, saturada en intolerables decibeles, irreal. Te brota líquido caliente de los oídos. Parece agua. En la oscuridad palpas lo espeso y pegajoso que resulta al tacto, lo hueles. Es sangre. Los tímpanos no resisten.

La tierra se sacude y las violentas vibraciones hamacan tu cuerpo entumecido, que sucumbe en posición fetal, como un niño zarandeado por un mal ajeno a la tierra. Quieres llorar y no puedes, deseas clamar y las palabras se olvidaron en tu mente. No manejas el idioma, sólo un grito gutural que asoma a tu boca de rictus y se afloja en el aire de la madriguera, perdiéndose entre los cientos de golpes que se incrustan con disímiles sonidos en todas las direcciones del terreno que te rodea. Pero no te contiene. Continúa…

 

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